El orfanato estaba en calma.
La noche avanzaba con el murmullo de los niños durmiendo, y el olor a desinfectante recién aplicado llenaba los pasillos.
Leandro estaba en la consulta médica, levantando frascos y papeles que habían quedado desordenados.
El sonido de unos tacones interrumpió el silencio.
Agatha apareció en el marco de la puerta, los brazos cruzados y una ceja arqueada.
—¿Qué haces aquí, animal? —preguntó con su habitual tono mordaz.
Leandro ni siquiera levantó la vista.
—Mañana vuelve Isa, y no quiero que encuentre el desastre que tienes tú.
—¿Tanto te importa? —replicó ella, acercándose con una sonrisa burlona.
—Isa, a diferencia tuya, es un amor un vasito de miel —respondió él con calma, acomodando una camilla—.
Tú, en cambio, eres un vasito de vainilla… así de amargo.
Agatha chasqueó la lengua.
—Qué pena que Isa ya tenga a Michelle.
Leandro se giró despacio, alzando una ceja.
—Nada dura para siempre.
—Isa lleva años enamorada de él —contestó ella sin dudar—.
¿De verdad