El amanecer se filtraba por las cortinas, tiñendo la habitación con tonos dorados y rosados.
Anna abrió los ojos lentamente, con una sonrisa dibujada en los labios.
A su alrededor, el suelo y la cama seguían cubiertos de pétalos: algunos enredados en su cabello, otros reposando sobre la sábana blanca que cubría su piel.
Se incorporó despacio, envolviéndose con la tela de la sábana para cubrir su desnudez, y apoyó la espalda en el cabecero.
Sus ojos brillaban, recordando cada instante de la noche anterior: la pasión, la entrega, la rudeza… y la forma en que Lissandro siempre lograba ser fuego sin dejar de tratarla como si fuera un cristal precioso.
Miró a su alrededor. Él no estaba.
Se levantó, aún envuelta en la sábana, y se detuvo frente al espejo.
Suspiró, llevando una mano a su cuello.
El reflejo le devolvió la imagen de las pequeñas marcas rojizas sobre su piel. Pasó la yema de los dedos por ellas y una sonrisa suave se escapó de sus labios.
—Lissandro… —susurró, apenas audible.
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