La luz de la mañana se filtraba tímida entre las cortinas de la cabaña, bañando la habitación con un resplandor dorado. El fuego de la chimenea se había apagado horas atrás, pero el calor permanecía entre las mantas que envolvían sus cuerpos desnudos.
Lissandro abrió los ojos lentamente, con esa calma que solo encontraba cuando Anna estaba en sus brazos. La tenía acurrucada contra su pecho, el cabello suelto esparcido como seda oscura sobre la almohada. Una sonrisa suave se dibujó en su rostro al notar un pequeño detalle: en el lado izquierdo de su cuello, un chupetón marcaba la piel clara, recuerdo de la noche ardiente que habían compartido.
Con un gesto lento, pasó la yema del dedo por la marca, acariciando con ternura, como si estuviera repasando un trofeo íntimo que solo él tenía derecho a admirar. Se inclinó un poco y depositó un beso suave en aquel punto, dejando que sus labios rozaran la piel con la delicadeza de un secreto.
Anna se removió en sus brazos, estirándose como un gat