Lissandro no volvió a mencionar nada acerca de la nieve en los días siguientes. Guardó silencio como se guarda un tesoro: con cuidado y con un brillo secreto en la mirada cada vez que pensaba en ello.
Mientras Anna se dedicaba a su rutina —el trabajo, las tardes con Lucía, las noches donde terminaban siempre enredados entre sábanas y promesas que no necesitaban voz—, él se encargó de preparar cada detalle en la sombra.
La cabaña en las montañas llevaba años siendo uno de sus refugios. Ahí había cerrado tratos con socios que preferían la privacidad de un fuego encendido a la frialdad de un despacho en la ciudad. Conocía la zona como la palma de su mano, sabía qué caminos se volvían intransitables, qué atajos no aparecían en los mapas, y sobre todo, sabía que en esos días el clima anunciaba nieve.
Había visto el pronóstico: a las cuatro de la tarde del sábado, los copos empezarían a caer. Era como si el cielo mismo le diera la señal para cumplir la promesa que ni siquiera había pronunc