Mientras tanto, horas después, Dionisio seguía en su despacho, estaba recostado en su gran silla de cuero, mirando el techo con los ojos enrojecidos y el vaso de bourbon medio vacío temblando en su mano. Ya se había limpiado las lágrimas y los mocos con unas toallas húmedas que tenía en un cajón.
Escuchó un leve golpe en la puerta.
—¿Qué? —gruñó con voz ronca.
Emiliano, su amigo veterinario, se asomó la cabeza, con su bata blanca manchada de tierra y chispitas de sangre seca de un parto reciente.
—Solo venía a ver cómo estabas… me dijeron que despediste a Lancelot —dijo, entrando al despacho y sentándose frente a él sin pedir permiso.
—Es asunto mío… ¿acaso me morí, maldita sea por despedir a un empleado?—respondió Dionisio con frialdad, dándole la espalda, pero por dentro estaba que se moría.
Emiliano suspir, apoyando los codos en sus rodillas. Es el único que sospecha sobre los sentimientos entre esos dos. Pero no es quien para estar preguntando de más.
—Sabes que lo necesitas… nadi