—Estoy liberándote —dijo Dionisio, con una sonrisa fría, sin alzar la mirada mientras sufría tras esa fachada de macho —. Ya no necesito tus servicios. Y tranquilo… no te preocupes… no te causare problemas, tu secreto estará a salvo conmigo. Imagina que solo nos usamos cuando quisimos. Fue divertido mientras estaba duro, pero ya estás. Vete a criar a tu hijo, a ser el buen hombre de familia que sueñas ser.
Las palabras le cayeron a Lancelot como baldes de agua helada. Sintió un vacío inmenso en el pecho. Su respiración se volvió pesada y su mirada se oscureció. Suponemos inmediatamente que Dionisio estaba muy dolido y actuaba por despecho o rabia.
—Mientes… —susurró, con los ojos llenos de ira y dolor. Caminó hasta él y, con brusquedad, le tomó la barbilla y lo obligó a mirarlo. Su otra mano se deslizó hacia su cuello, apretando la marca roja aún visible bajo el cuello de su camisa—. Mírame… dime a los ojos que no sientes nada… dímelo…
Dionisio sintió un escalofrío recorrerle la espal