La mañana en que todo volvió a ponerse del otro lado del eje, me desperté con el estómago revuelto. Nada extraordinario: una molestia sorda, un peso que no encontraba cómodo. Me duché sin ganas y bajé a desayunar con Román y Eva, como de costumbre. Ella no se movería de la mansión hasta que Camila fuera detenida y la fiscalía cerrara los últimos hilos. En la mesa nos esperaba mi desayuno favorito: pan tostado crujiente, fruta cortada, café fuerte, un pequeño vaso de jugo de naranja recién exprimido.
Apenas probé el primer sorbo, un rechazo visceral me subió por la garganta como una ola.
—¿Isa? —preguntó Eva, frunciendo el ceño.
—Estoy bien —mentí, intentando masticar—. Solo tengo el estómago…
No terminé. Me levanté tan rápido que la silla raspó el piso. Corrí al baño con la mano en la boca y vomité todo el desayuno y parte de la cena de anoche. Fue un vómito de película de terror, ruidoso, inevitable. Cuando me enjuagué, Román ya estaba detrás de mí con una toalla pequeña y una mirada