El horizonte sangraba tonos púrpura y negro mientras Ysera descendía en picada hacia una fortaleza solitaria incrustada en las montañas. Desde el aire, la reconoció: era una de las ciudades ocultas del Reino de los Vampiros, antigua y bendecida por los pactos de sangre y niebla.
Al aterrizar, su aliento formó cristales en el aire gélido. Frente a ella, un grupo de centinelas vampíricos desenfundó sus armas, pero uno de ellos la reconoció.
—¡Alto! Es la emisaria dracónica. Drak la mencionó.
Fue guiada sin demora a los salones internos, donde el eco de pasos resonaba como tambores lejanos. La fortaleza respiraba tensión. Ysera lo notó al instante. No era solo por el Vacío. Era porque algo había cambiado. O alguien.
Drak la recibió en la sala de guerra, donde una gran mesa mágica proyectaba fragmentos del continente flotando en aire rúnico. A su lado, de pie con una postura altiva y la mirada aguda como el hielo, estaba Elzareth.
Por un instante, Ysera se sintió intimidada. La joven desp