La luz del amanecer era pálida, casi tímida. Como si el mismo cielo dudara en iluminar el dolor que yacía entre las rocas y los cuerpos agotados. Adelia, con el rostro demacrado y el cabello pegado a la frente por el sudor, se arrodilló junto a Ethan, aún inconsciente. Su respiración era débil, pero constante.
No podían quedarse allí.
Los demás la miraban, esperando una orden. Kal, con el brazo vendado, se acercó.
—No resistiremos otro ataque en estas condiciones —dijo con voz grave—. Debemos movernos, aunque sea a un refugio más seguro.
Adelia asintió. Se puso de pie tambaleante y extendió ambas manos hacia Ethan. Un aura blanca comenzó a envolver su cuerpo. Con esfuerzo, lo alzó en el aire mediante un hechizo de levitación. El cuerpo de Ethan flotó suavemente a su lado, como si durmiera entre nubes. Pero el costo fue evidente: el rostro de Adelia palideció aún más.
Los treinta integrantes del grupo comenzaron a avanzar. Las montañas cerraban el paso por los lados, como si la tierra