Esa mañana, Adelia fue despertada temprano por las doncellas ninfas. Había dormido apenas dos horas, y en su escaso descanso, las pesadillas la atormentaron sin tregua. Su cuerpo estaba exhausto y sus ojeras eran tan marcadas que ni los cuidados mágicos de las ninfas podían disimularlas del todo. Sentía un vacío en el estómago, no solo por el hambre acumulada del día anterior —ya que no había comido nada— sino también por la ansiedad que la consumía.
Las doncellas le ofrecieron el desayuno en una bandeja de madera tallada. A pesar del nudo en su pecho, lo aceptó. La comida tenía sabores extraños pero agradables: frutas exóticas con centros cristalinos, panecillos esponjosos impregnados de hierbas dulces y una infusión tibia que despejaba levemente su mente. Tras terminar de comer, las sirvientas la guiaron nuevamente a los baños, esta vez con más esmero que el día anterior.
El vestido que eligieron era aún más revelador. Una tela traslúcida cubría su cuerpo dejando poco a la imaginació