El amanecer se filtraba por las rendijas de la ventana, dibujando líneas doradas sobre el mapa desplegado en la mesa. Llevaba horas estudiándolo, memorizando cada ruta, cada posible salida. Mis ojos ardían por la falta de sueño, pero el miedo a equivocarme era mayor que el cansancio.

—Confiar o no confiar —murmuré para mí misma, repasando mentalmente la lista de contactos que Marcus había sugerido—. Ese es el maldito dilema.

La puerta se abrió sin previo aviso. Marcus entró con dos tazas humeantes y una expresión que oscilaba entre la determinación y el agotamiento. Se había afeitado, pero la sombra de una barba incipiente ya comenzaba a dibujarse en su mandíbula. Me entregó una de las tazas sin decir palabra.

—¿Has dormido algo? —preguntó finalmente, apoyándose contra la pared.

—Lo suficiente —mentí, soplando el café caliente—. ¿Qué hay de Fareed? ¿Podemos confiar en él?

Marcus se acercó al mapa y señaló un punto en las afueras de la ciudad.

—Fareed nos debe un favor, pero tiene fami