El amanecer cae sobre la manada con una calma que no pertenece a nadie. Ni a los lobos que vigilan los límites, ni a los guerreros que patrullan, ni al consejo que se reúne para evaluar los daños de la noche anterior. Esa calma es falsa, frágil, como un hilo que puede romperse con el más leve roce.
Y Kael… Kael lo siente en la piel. En la sangre. En el alma.
Regresa a la casa del Alfa antes de que el sol termine de salir. No ha dormido, no ha descansado, no ha terminado de sanar. Ni su cuerpo ni su espíritu. Nairo, dentro de él, descansa con un gruñido bajo, un animal inquieto que no sabe si proteger o destruir, si reclamar o esconderse. Y Amelia…
Amelia está en cada respiración.
Kael se pasa una mano por el rostro mientras cruza el umbral de su propia casa, como si la estructura pudiera sostenerlo cuando él apenas logra mantenerse en pie. Es ridículo. Es el Alfa. Debe parecer invencible. Debe estar en control.
Pero su pecho…
Dioses.
Su pecho arde con cada latido.
—Necesito mantene