El bosque estaba vivo.
No vivo como siempre—sino vivo de una forma peligrosa, cargada, vibrante, como si cada raíz y cada hoja contuvieran un estremecimiento antiguo. La luna se filtraba entre los árboles en líneas plateadas que parecían señalar un camino, conduciendo a Amelia con precisión cruel.
Ella corría con la respiración agitada, pero su cuerpo no se agotaba.
No podía agotarse.
El tirón del vínculo era un hilo ardiente prendido en el centro de su pecho que la empujaba hacia adelante sin permitirle siquiera pensar en detenerse.
Y entonces lo sintió.
Primero como un zarpazo de energía.
Después como una vibración en la tierra.
Y por último, un rugido desgarrado que rasgó la noche.
Nairo.
Amelia frenó en seco, jadeando.
Su corazón se aceleró al doble.
El aire se cargó de feromona alfa.
El bosque entero pareció encogerse.
—Kael… —susurró, con miedo real latiendo por primera vez.
Siguió avanzando en silencio, más cauta ahora.
Saltó un tronco caído.
Esquivó