La casa de Amelia estaba sumergida en una calma extraña. Afuera, el bosque parecía aún atento al eco del ritual, como si los árboles siguieran murmurando lo que habían presenciado. Pero dentro, solo había silencio… y respiraciones entrecortadas.
Dorian había acompañado a Amelia hasta la puerta tras haber caminado juntos desde el claro. No la soltó en ningún momento, no hasta que ella lo miró, todavía en forma humana pero con un temblor nuevo en la piel, un temblor que no pertenecía al frío.
Ella abrió la puerta y entró. Él la siguió sin pedir permiso, como siempre hacía cuando algo la superaba. Amelia nunca se lo había negado.
La sala estaba igual que esa tarde: la manta sobre el sofá, los libros apilados, el aroma tenue del té que ella había dejado servido antes de irse al ritual. Pero nada se sentía igual. Todo tenía un peso nuevo. Un antes y un después que ninguno de los dos sabía cómo nombrar.
Amelia se dejó caer en el sofá con un suspiro largo, como si su cuerpo todavía recordara