El mundo todavía me parecía ajeno.
Todo era demasiado brillante, demasiado vivo.
Podía escuchar el roce de las hojas a kilómetros de distancia, el rumor de los insectos ocultos bajo la hierba, el crujir de la madera en los árboles antiguos… y entre todos esos sonidos, dos latidos se imponían sobre los demás: el de Kael… y el de Dorian.
Mi cuerpo temblaba, no de miedo, sino de exceso.
Era como si todo dentro de mí estuviera desbordado: la fuerza, el instinto, la sangre misma.
Mis patas —mis patas— se hundían en la tierra húmeda, y la luna se reflejaba en el brillo plateado de mi pelaje.
Dentro de mí, ella rugía.
Astrynn.
Recién nacida, recién libre.
No se movía con calma, sino con la euforia de quien ha sido contenida demasiado tiempo. Corría en círculos dentro de mi mente, aullaba, empujaba mis sentidos hasta el límite. Su voz era fuego líquido atravesándome las venas.
«Él nos llama.»
Su voz era un retumbar salvaje, una certeza.
«Nos pertenece.»
Sabía a quién se refería incluso antes