Acompañé a los ancianos y a la Luna durante el resto de la ceremonia, moviéndome entre ellos con la máscara perfecta.
Asentí cuando debía.
Sonreí cuando era necesario.
Fingí incluso cierto respeto por sus historias repetidas, como si en verdad me importara cada palabra que salía de sus bocas.
Una actuación digna del teatro más barato.
Pero funcionaba.
Los ancianos parecían complacidos, como si creyeran que por fin estaba “entrando en razón”, adaptándome a su estructura, aceptando su autoridad.
Idiotas.
No notaron cómo mis ojos recorrían cada gesto, cada intercambio, cada pequeña señal entre ellos.
No notaron cómo observaba las tensiones ocultas en sus manos retorcidas, o la forma en que la Luna evitaba mirar a cierta puerta del fondo.
No notaron nada.
Y eso era justo lo que necesitaba.
Cuando la música disminuyó y el ambiente se volvió más íntimo —copas en mano, risas discretas, comentarios sobre la nueva generación transformada— empezó la parte que ellos llamaban “descanso”.
Qué iron