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CAPITULO 13: Sombra de lo prohibido

 

Los días siguieron su curso, arrastrando consigo las horas en una rutina que, por primera vez en mucho tiempo, parecía no ser tan pesada para Coromoto. Aunque las calles continuaban grises, el sol, aunque tímido, comenzaba a asomarse en su vida de una manera distinta. Cada mañana, al despertar, la imagen de Ángel aparecía en su mente como una chispa de luz que la impulsaba a salir de la cama, a vestir una sonrisa nueva que no podía dejar de mostrar. Se sentía diferente, más radiante, como si la compañía de Ángel hubiese comenzado a reconstruir lo que el tiempo había deteriorado en ella.

 

Ángel y ella habían creado un lazo único, uno que no se podía explicar con palabras. Era como si se conocieran de toda la vida, como si sus almas ya se hubieran encontrado mucho antes de ese primer encuentro en el hospital. En su presencia, Coromoto comenzaba a sentirse menos pesada, menos atrapada en la oscuridad de su propio ser. Sus risas, compartidas entre tareas cotidianas y charlas ligeras, tenían la magia de un refugio. Cada palabra que salía de la boca de Ángel, cada gesto suyo, la hacía sentir viva, como si algo se despertara dentro de ella, algo que había permanecido dormido por años.

 

En el trabajo, sus momentos juntos se volvieron más frecuentes. Un café, una charla entre pacientes, un paseo breve por los pasillos. No faltaban las excusas para verse, para robarse unos minutos. El hospital, en su caos, se convirtió en el escenario de una conexión que se tejía entre ellos con sutileza, pero con una fuerza imparable. Sus corazones, aún sin saberlo del todo, comenzaban a bailar al mismo ritmo. Y aunque Coromoto no se atrevía a admitirlo, cada vez se encontraba más ansiosa por aquellos momentos, como si fueran un paréntesis en la vida que había conocido hasta entonces.

 

Cada vez que Ángel la miraba, había algo en su mirada que la hacía sentirse especial. Ya no era solo una mujer atrapada en su propio dolor, ya no era solo una madre cansada, una esposa desbordada por las mentiras. Ahora, era un ser humano con deseos, con pasiones, con una chispa que se encendía cada vez que él la tocaba o le hablaba con esa dulzura que solo él sabía expresar. Y ella lo sabía: Ángel veía algo en ella que nadie más había visto en mucho tiempo. No la veía como una mujer rota, como una madre agotada, sino como alguien con una vida propia, una persona que merecía ser feliz, amada.

 

Sin embargo, aunque la felicidad comenzaba a asomarse en su vida, Coromoto no podía librarse de la sombra que siempre la acompañaba: su matrimonio con William. Aunque su relación con él estaba rota, la sensación de traición y culpa seguía siendo una constante, y cada vez que veía a sus hijos, el peso de la responsabilidad recaía sobre sus hombros con más fuerza.

No podía evitar preguntarse si estaba tomando el camino correcto. Cada encuentro con Ángel la hacía sentirse viva, pero también la sumía en una maraña de emociones contradictorias. ¿Era justo lo que estaba haciendo? ¿Podía permitirse ser feliz, aunque fuera de esta forma, sabiendo que su familia aún dependía de ella?

 

Una tarde, el cielo se llenó de nubes grises, presagio de la tormenta que ya se deslizaba sobre la ciudad.

La lluvia comenzó a caer con fuerza, y las calles se convirtieron en ríos de agua. Coromoto se encontraba en el hospital, atrapada en su rutina de trabajo, cuando Ángel se acercó a ella, su rostro iluminado por la suavidad de la luz filtrada a través de las ventanas empañadas. Sin decir una palabra, él la miró, como si compartieran un lenguaje secreto que solo ellos comprendían. Los dos sabían que, en ese momento, nada podía interrumpir lo que estaba a punto de suceder.

 

—Vamos a tomar un descanso —dijo Ángel con voz baja, casi como una invitación.

 

Coromoto, sin pensarlo demasiado, aceptó. Ambos caminaron por los pasillos del hospital, buscando el lugar perfecto para escapar del mundo exterior. Encontraron una pequeña bodega en el fondo del edificio, un rincón olvidado donde los suministros se apilaban y el polvo cubría cada rincón.

No había nadie alrededor. Era un refugio temporal, un espacio donde podían ser ellos mismos, lejos de las miradas ajenas, lejos de las expectativas del mundo.

 

La puerta se cerró detrás de ellos con un leve crujido, y  de inmediato, la atmósfera se volvió densa, cargada de una tensión palpable. La lluvia seguía golpeando las ventanas con fuerza, creando una melodía tranquila, como si el mundo exterior estuviera en silencio, dejando que ellos dos vivieran su propio momento.

 

Ángel se acercó a Coromoto, y en sus ojos brillaba una mezcla de deseo y ternura. No dijo nada más. No eran necesarios los discursos ni las palabras elaboradas. Todo lo que compartían en ese instante estaba más allá de lo que podían expresar.

Coromoto lo miró, y en ese instante, algo dentro de ella cedió. Sintió que no podía seguir resistiéndose. La conexión entre ellos había crecido tanto que ya no importaba el pasado, ni las dudas, ni las culpas. Solo existían ellos dos, en ese espacio, en ese tiempo suspendido.

 

Ángel la tomó por la cintura y la acercó a él. Coromoto no se apartó. El roce de sus cuerpos, la cercanía de sus labios, lo hicieron todo inevitable. Las manos de Ángel recorrieron su espalda con suavidad, como si estuviera tocando algo frágil, pero a la vez, con la certeza de que en ese momento no había nada que pudiera romper lo que entre ellos comenzaba a brotar.

 

El beso fue lento al principio, tierno, como si ambos estuvieran saboreando cada segundo. Pero rápidamente, la pasión se encendió entre ellos. El mundo exterior desapareció por completo, y solo quedaba el deseo de estar más cerca, de sentirse completos en la presencia del otro. Los dedos de Ángel se deslizaron por su piel, y Coromoto, sintiendo una mezcla de excitación y vulnerabilidad, respondió a cada caricia con la misma intensidad. El polvo del suelo, el frío del lugar, todo parecía desvanecerse mientras sus cuerpos se entrelazaban de una manera que ni siquiera ella podía haber anticipado.

 

El roce de sus cuerpos se volvió más urgente, más impetuoso, como si la lluvia y la tormenta exterior fueran un reflejo de lo que estaba sucediendo entre ellos. La pasión se desbordó, y no hubo más espacio para la culpa ni para las preguntas. En ese momento, solo importaba lo que estaban compartiendo, esa conexión tan profunda que, aunque inusual y prohibida, parecía ser lo único que les daba sentido a sus vidas rotas.

 

Finalmente, cuando la intensidad de lo vivido comenzó a calmarse, ambos se quedaron ahí, uno al lado del otro, respirando con dificultad, todavía envueltos en la calidez de sus cuerpos. El polvo cubría sus ropas, y las risas comenzaron a llenar el espacio, como si se sintieran liberados de algo que, por un breve instante, los había atado.

 

Coromoto, con el corazón aún acelerado, miró a Ángel y por primera vez en mucho tiempo, se sintió sin miedo. Aunque sabía que lo que acababa de suceder era complicado, confuso, y tal vez algo prohibido, no podía negar que se sentía viva, deseada, amada. Algo que hacía mucho tiempo había dejado de creer posible.

 

Con un suspiro, se levantó del suelo y comenzó a acomodarse, el peso de la responsabilidad de su vida regresando poco a poco. Sabía que debía regresar a su hogar, enfrentar a su familia, pero también sabía que, por esa tarde, había encontrado una parte de sí misma que había permanecido oculta. Y aunque las sombras de la culpa comenzaban a extenderse nuevamente sobre ella, no podía evitar sentirse un poco más libre, un poco más viva.

 

Coromoto se levantó, y con un último vistazo a Ángel, dijo en voz baja, casi para sí misma:

 

—Voy a regresar a casa. Tal vez no esté bien, pero… hoy, al menos, me siento viva.

 

Ángel la miró con una sonrisa suave, comprendiendo las emociones que ella no podía expresar con palabras. Sin decir nada más, la acompañó hasta la puerta, y ambos se despidieron con un suspiro, sabiendo que el camino que acababan de recorrer juntos era solo el comienzo de algo mucho más complejo, lleno de amor, de pasión y de sombras.

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