Coromoto caminaba con paso firme por las mismas calles grises que siempre había recorrido, pero algo había cambiado en ella. Ya no era la misma mujer que se deslizaba por la vida sin energía, sin esperanza, atrapada en su propio dolor. Ahora, algo en su interior comenzaba a latir con fuerza.
Ángel había encendido una chispa que, aunque aún pequeña, brillaba en su corazón. Cada encuentro con él le recordaba lo que había olvidado: que había vida más allá del sufrimiento, que el amor aún era posible.
Al principio, todo había comenzado con pequeños gestos: Un café compartido, una sonrisa sincera, una conversación ligera.
No había promesas, solo momentos de conexión que, poco a poco, la hicieron sentir que, tal vez, merecía algo más que la monotonía de su vida con William.
Ángel no la veía como la mujer rota que había sido, sino como una mujer que aún podía ser feliz, que aún tenía algo que ofrecer al mundo. Y eso, para Coromoto, era una revelación.
Los días pasaron rápidamente, y el