18.

Alejandro me guio a través de la multitud, lejos de la luz tenue del salón principal. Nos deslizamos por un arco en sombra y entramos en un pasillo lateral vacío, un lugar olvidado y frío. Estábamos a solas.

— ¿Y ahora? — preguntó Alejandro, con la voz baja y expectante.

— Y ahora me vas a besar. Y tiene que ser decisivo.

Él no dudó. Sus ojos miel se clavaron en los míos. Su mano envolvió mi nuca y me acercó, rompiendo la poca distancia que nos separaba.

Me besó decisivamente.

Fue un beso inesperadamente bueno. No fue el beso cínico que yo había esperado. Fue posesivo, demandante, una inmersión completa en la que la rabia y la tensión de las semanas explotaron. Sentí su lengua pidiendo paso, y la respuesta de mi cuerpo fue traicionera: cedí al instante, aferrándome a él como si me estuviera hundiendo.

El mundo desapareció. El calor, el olor a su colonia, la firmeza de su mandíbula... Todo se fundió en una explosión de sensaciones que me robaron el aliento. Mi máscara de indiferencia s
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