La reina del asfalto

Capítulo 1

Roma William tenía veintiún años y una vida perfectamente planeada… al menos luego de terminar la universidad. Sus padres estaban convencidos de que era la típica universitaria aplicada, disciplinada, que dedicaba sus noches a estudiar, preparar exámenes y repasar apuntes. Ella era inteligente sin necesidad de estudiar mucho, lo que hacía que nunca sospecharan de que, cuando el reloj marcaba la medianoche, su hija cambiaba los libros por un volante. Los tacones por botas negras hasta las rodillas, y se transformaba en una leyenda de las calles.

La llamaban "La reina del asfalto". No había corredor, hombre o mujer que no la conociera, ya que su estilo era letal, sus maniobras imposibles de imitar, y su temple al volante había hecho que más de un contrincante se retirara solo con verla encender el motor. Para Roma, ese mundo era más que un juego: era su verdadero oxígeno.

Aquella noche sería la última carrera del verano, la más esperada y no podía faltar.

— Mamá, papá — dijo en un tono dulce mientras cerraba la cremallera de su mochila— Esta noche me quedo en casa de Cristal, vamos a repasar para los exámenes de inicio de curso.

Su madre apenas levantó la vista del libro que estaba leyendo, y su padre asintió con un gesto satisfecho. Roma ocultó la sonrisa traviesa que amenazaba con delatarla. Mentirles se había vuelto demasiado fácil, aunque a veces se sentía mal porque sus padres eran demasiado buenos con ella.

Una hora después, bajo el manto de la noche, se reunió con Cristal en el punto de siempre. Su mejor amiga llevaba el cabello recogido en una coleta alta y la chaqueta de cuero ajustada, lista para la acción.

— ¿Estás lista para esta noche? — preguntó Cristal con ese brillo cómplice en los ojos, mientras caminaban juntas hacia el viejo garaje.

Roma arqueó una ceja, segura de sí misma, con esa mezcla de arrogancia y sensualidad que la caracterizaba.

— Cristal, yo nací lista — contestó, y ambas rieron mientras empujaban la pesada puerta metálica.

El chirrido del metal dio paso al paraíso personal de Roma: su auto deportivo, un Lamborghini Huracán EVO negro y blanco que parecía sacado de un sueño imposible. Las luces del garaje se reflejaban en la carrocería como si fuera un espejo, y cada línea del vehículo era pura agresividad. Para Roma, aquel auto era más que una máquina; era su secreto mejor guardado, su amante fiel, su verdadera libertad y todo gracias a su difunto abuelo.

— Ahí está tu bebé precioso — murmuró Cristal con una sonrisa de admiración, como si lo viera por primera vez.

— Así es, ni orgullo, mi más grande pecado — respondió Roma, acariciando el capó con una devoción casi religiosa — Esta noche volverá a demostrar quién manda en las calles.

Un gruñido carrasposo resonó desde el fondo del muelle. Bobby, el encargado de cuidar aquel santuario metálico, apareció con las manos manchadas de grasa y el ceño fruncido como siempre. Era un hombre mayor, con más arrugas que sonrisas, pero Roma sabía que detrás de esa fachada había un cariño auténtico.

— ¿Ya vienes a maltratar a mi niño otra vez? — refunfuñó, limpiándose las manos en un trapo.

Roma le guiñó un ojo que se divertía al saber que su auto era considerado como un niño para él.

— Tu niño vive por esto, Bobby. No lo subestimes. Al menos eso era lo que decía mi abuelo.

Cristal, divertida, soltó una carcajada.

— No seas gruñón, Bobby, sabes que en el fondo te mueres de orgullo cada vez que Roma arrasa en la pista. Tú y el abuelo eran iguales.

El viejo bufó cruzándose de brazos, pero una chispa de ternura brilló en sus ojos.

— Lo que me mata es el susto cada vez que salen y corren, siempre se lo dije a tu abuelo. Algún día esa manía de correr como el diablo va a pasarte factura, niña y no será divertido.

Roma se acercó a él, le dio un beso sonoro en la mejilla y le revolvió el cabello blanco con descaro.

— Tranquilo, viejo lobo. Nadie me alcanza, y lo sabes. Ustedes me enseñaron bien, así que no tienes de que preocuparte.

El hombre trató de mantener su seriedad, pero no pudo evitar sonreír secretamente sin que ellas lo notaran.

— Anda, vete ya antes de que cambie de opinión y te encadene a ese coche.

Ambas jóvenes rieron y se acomodaron en sus lugares. Cristal revisaba el motor de su propia moto, mientras Roma se sentaba al volante de su Huracán. El rugido del motor al encenderlo fue un grito salvaje que hizo vibrar las paredes del garaje.

— Dios, cada vez que lo enciendes me dan ganas de dejar la moto y robarte el coche — dijo Cristal, cubriéndose los oídos con teatralidad.

— Ni lo sueñes. Este bebé y yo somos inseparables —contestó Roma, con una sonrisa que mezclaba amor y locura.

Bobby cruzó los brazos nuevamente, observando cómo el humo escapaba por el escape del auto.

— Cuida esa máquina, niña. Te conoce tan bien como yo.

Roma asintió con seriedad, porque sabía que él tenía razón. Ese coche era una extensión de sí misma.

— ¿Lista para ser la reina del asfalto una vez más?

Roma apretó el volante y sus labios se curvaron en una sonrisa peligrosa.

— Siempre estoy lista. Esta noche no corro para ganar… corro para recordarles quién manda en las calles.

El eco de esas palabras se quedó en el aire cuando las puertas del garaje se abrieron por completo y la noche las envolvió con su oscuridad cómplice. Roma aceleró, sintiendo cómo la bestia bajo sus manos rugía con una fuerza casi animal. A su lado, Cristal rodaba sobre dos ruedas, igual de desafiante, igual de adicta a la adrenalina y en algún rincón de la ciudad, entre las luces de neón y la multitud ansiosa por presenciar la carrera. Aguardaban destinos que cambiarían todo para siempre. Roma no lo sabía aún, pero aquella sería la noche en que su vida dejaría de ser un juego de velocidad y secretos. La noche en que un par de ojos ajenos al asfalto la pondrían a prueba.

Ella solo quería ser la reina del asfalto, pero lo que conseguiría sería mucho más que una corona: sería un hombre marcado por su fuego, un amor inesperado y un destino que no se podía frenar.

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