Abrí los ojos y un aroma amaderado me hizo entender que no estaba en mi suite. Recorrí el lugar: los ángeles tallados en madera, el imponente ventanal al fondo y, finalmente, el rostro preocupado de Iván.
Mi mejor amigo permanecía de cuclillas junto al sofá de cuero mullido donde yo reposaba.
—¡Dios, Fel! ¿Qué te pasó, nena? —susurró.
Con cierta dificultad me incorporé. Una vez sentada, él tomó asiento a mi lado. Era la oficina del señor Murano. Entonces recordé lo ocurrido en el salón de juntas… y al hombre con el tatuaje de Cattleya. Un escalofrío me recorrió.
—Es Alonso —murmuré apenas.
Iván ladeó la cabeza, confundido.
—Sé que suena a locura, pero estoy segura, Iv. Andrés Cuevas es Alonso.
Él pasó su brazo por detrás de mi espalda y apoyó mi cabeza en su hombro.
—Nena, ¿te das cuenta de que eso es imposible?
—Yo lo vi, Iván. Tenía su tatuaje en el cuello.
Iván suspiró.
—Fel, ¿qué empresa de renombre contrataría a un exconvicto como su representante de marca?
—Pero Iv…
—Has estado b