Noah dejó el tenedor y se recostó en la silla, mientras la observaba llevarse los platos a la cocina.
A veces todavía le costaba creer dónde había acabado. De los ventanales abiertos sobre el mar en su casa de la costa amalfitana, del mármol pulido bajo sus pies y los sillones de cuero italiano. O sus departamentos lujosos en Milán y Roma, había pasado a un apartamento anónimo, en un edificio sin portero, con paredes de pintura barata y un olor constante a café recalentado en el pasillo.
Comer comida por encargo en vajilla desparejada era casi tan extraño como compartir la mesa con una mujer que, según sus estándares, no pertenecía a su mundo.
El simple hecho de trabajar como obrero lo corroía. No solo por el esfuerzo físico, sino por lo que simbolizaba: una caída que manchaba su dignidad. Toda su vida, de trajes hechos a medida y acuerdos cerrados en salones privados, estaba fuera de su alcance. Y lo peor era que no sabía si podría recuperarla.
Aun así… había algo que lo mantenía más