Los días que siguieron estuvieron marcados por una extraña complicidad. El rancho, que solía ser un refugio de rutina y trabajo, se había convertido en un campo de tensión invisible, donde cada palabra, cada mirada y cada gesto entre Eva y Luca cargaba con un significado que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.
Por las mañanas, compartían el desayuno en la cocina amplia y rústica, con olor a café recién hecho y pan tostado. Al principio, los silencios resultaban incómodos; después, se volvieron habituales, como si hubieran encontrado en ellos una forma de compañía. Eva hojeaba periódicos locales en su tableta mientras Luca bebía su café, observándola sin que ella lo notara. Y cuando sí lo notaba, fingía que no le importaba.
Los vaqueros del rancho se movían ajenos a la tensión de la casa, aunque más de uno había notado la manera en que el patrón y la periodista se miraban cuando pensaban que nadie los veía. Nadie comentaba nada, pero las sonrisas discretas y las miradas cómplices