Capítulo — Cuando la espera se hace eterna
El 3 de octubre amaneció con ese cielo lavado de primavera que hace brillar en Montevideo. A la casa de los Medina-Acosta la envolvía un aroma dulce: las ropitas recién lavadas con suavizante de bebé que Lili había colgado la tarde anterior. Todo estaba listo desde hacía días, pero esa mañana la prolijidad tenía algo de ritual: la valija de maternidad junto a la puerta, el cochecito armado en un rincón del living, los pañales apilados, el bolso del bebé con muditas numeradas por Lili —“1”, “2”, “por si hay accidente”— y una lista imantada en la heladera que Guillermo miraba cada tanto como si fuese un mapa del tesoro.
Julia, con la curiosidad ardiéndole en la mirada, abría cajones una y otra vez para tocar los mamelucos diminutos, como quien acaricia un futuro que todavía no llega.
—No puedo creer que sean tan chiquititos —murmuró, levantando uno blanco con estrellitas.
—Ya va a crecer —dijo Lili, llevando instintivamente la mano a la