Capítulo — Cuando la espera se hace eterna
El auto frenó en la puerta del sanatorio con una brusca urgencia que no llegó a ser desprolijo. Guillermo, aun con el corazón latiendo a mil, seguía conduciendo como el médico que era: acostumbrado a mantener la calma en emergencias. Julia saltó del asiento trasero con la valija en la mano, mientras Lili, entre resoplidos y quejas, intentaba ponerse de pie.
—¡No, no! —gritó ella cuando sintió la primera contracción fuerte en la vereda—. ¡Todavía no, todavía no! ¡Adentro, rápido!
Guillermo la sostuvo de la cintura, ayudándola a caminar, y juntos entraron al hall del sanatorio. La recepcionista, una mujer de unos cincuenta años con anteojos demasiado pequeños para sus ojos, levantó la vista del monitor.
—¿Buenas tardes? —saludó, con ese tono rutinario de quien espera una consulta común.
—¡Buenas tardes nada! —rugió Lili, doblándose hacia adelante—. ¡Esta nena se me quiere escapar ya!
La recepcionista abrió los ojos, sorprendida. Guil