Injustamente acusada.

Analía se encontraba en el asiento trasero del taxi, retorciéndose y el sudor frío le recorría la frente mientras sus manos se aferraban al borde del asiento y apretaba los dientes para soportar el agudo dolor. Desesperada le gritó al conductor, tratando de controlar la respiración:

—¡Por favor, deténgase en la próxima farmacia!

El conductor asintió, y preocupado por el estado de su pasajera detuvo el taxi frente a una pequeña farmacia en la esquina. Analía salió del taxi tambaleándose y entró en la tienda.

—¡Necesito analgésicos muy fuertes! —, exigió a gritos al farmacéutico mientras se apoyaba en el mostrador.

El farmacéutico, un hombre de mediana edad con lentes y delantal blanco; la miró con cierta cautela.

—Lo siento, pero no puedo venderle medicamentos fuertes sin una prescripción médica. Es ilegal.

—¡Me importa una mierd@ lo qué es o no es legal! ¡Estoy sufriendo! ¡Deme algo para el dolor! —, gritó Analía, furiosa.

El farmacéutico intentó explicarle la situación, pero ella s
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