En la soledad de la mansión, Margaret leía una y otra vez el acuerdo de divorcio. Las letras parecían arderle en los ojos, como si cada palabra llevara grabado el desprecio de Lucien. El acuerdo dejaba claro que recibiría una propiedad; evidentemente, la intención de Lucien era muy clara: que se mudara.
Una lágrima se deslizó por su mejilla. Cerró los ojos con fuerza, intentando contener el llanto, pero pronto otro sollozo rompió la barrera de su orgullo. No iba a quedarse allí esperando. Tomó una maleta y empezó a guardar sus pertenencias con manos temblorosas. No tenía certeza de a dónde iría, pero lo que sí sabía era que no aceptaría aquel pago miserable que pretendía etiquetar sus dos años de matrimonio como un servicio prestado. Ella no era una dama de compañía, y no iba a permitir que la trataran como tal.
Mientras doblaba la ropa, las palabras de su madre retumbaron en su mente.
«Hija, piénsalo bien. Ese hombre es frío, insensato. No te cases, por favor.»Sin embargo, Margaret estaba tan cegada por el amor que no dudó en romper con su familia, solo para estar con Lucien. Ahora, de pie allí, un dolor amargo y arrepentimiento la invadían: su determinación y su terquedad de entonces solo le habían traído un acuerdo frío y la indiferencia de él, que nunca le había mostrado afecto. El sonido del teléfono interrumpió su lamento. Miró la pantalla y se sorprendió: era su madre.
—¿Mamá? —contestó con la voz aún quebrada.
—Margaret, hija mía, ¿cómo estás?
Ella se secó las lágrimas con la manga.
—Bien, mamá… Hace tanto tiempo que no hablamos. ¿Cómo estás tú?—Sé que ha pasado demasiado, hija. Perdóname por llamarte así, pero necesito tu ayuda. Tu padre ha perdido la razón. Fernando reconoció a una hija ilegítima que apareció de repente, y quiere dejarle todo nuestro patrimonio y la empresa familiar.
Margaret sintió un nudo en la garganta. Era lo último que esperaba escuchar.
—¿Qué? ¿De dónde salió esa mujer?—Es una historia larga, cariño. Lo importante es que necesito que vengas. Estoy enferma, cada día peor. No puedo con esta situación sola. Tú eres la única que puede retomar el control. Por favor, Margaret.
—Claro que sí, mamá. Volveré pronto, te lo prometo —respondió, y al colgar, el llanto que había contenido se desató con más fuerza.
Ese mismo dolor se convirtió en determinación. Con la maleta en la mano, bajó las escaleras de la mansión que alguna vez había soñado convertir en su hogar, y esa noche se refugió en un hotel.
Encendió la computadora. Compró un boleto de avión para dos días después. Redactó su carta de renuncia como asistente de Lucien y modificó los términos del divorcio. No quería su dinero, ni su apartamento, ni nada que viniera de él. Margaret podía sola, y si tenía que empezar desde cero, lo haría. Estaba decidida a cortar cualquier vínculo doloroso con ese hombre que la había utilizado durante dos años como un objeto reemplazable.
Esa noche fue interminable. Apenas podía cerrar los ojos. El silencio de la habitación le resultaba insoportable. Era la primera vez desde que aceptó casarse con Lucien que dormía sin él, y la ausencia se volvió un tormento. Se abrazó a sí misma, intentando llenar el vacío, pero el frío del abandono no se calmaba.
Cuando amaneció, aún con el rostro hinchado por el llanto, tomó los documentos y los guardó en una carpeta. El cansancio la acompañaba, pero la decisión estaba tomada. Debía entregar su renuncia.
Llegó a la compañía Ferrer con paso firme. Justo cuando iba a entrar en el despacho de Lucien, Carlos, uno de los asistentes comerciales, la interceptó.
—Buenos días, señora Ferrer. ¿A dónde se dirige? —preguntó.
—Voy a la oficina de mi… de Lucien —dijo Margaret, corrigiéndose a medio camino. Ya no podía llamarlo esposo.
Carlos le bloqueó el paso, con una sonrisa nerviosa—Perdona, señora. Hay órdenes directas de que no puede entrar. Cualquier asunto, puede informármelo directamente. ¿En qué puedo ayudarle?
Margaret parpadeó rápido, tragó saliva y sacó la carpeta de su bolso.
—Vengo a presentar mi renuncia como asistente principal de presidencia. Además, necesito que el señor Ferrer reciba estos documentos.Carlos se quedó sorprendido por la firmeza de su voz. Tomó la carpeta con expresión desconcertada.
—Espérame un momento. —el hombre salió corriendo, no esperaba que Margaret quisiera renunciar; era un asunto tan importante que no se atrevió a tomar la decisión por sí mismo.Entró en la oficina sin anunciarse. Lucien levantó la cabeza, molesto.
—¿Qué pasa, Carlos? ¿No sabes tocar antes de entrar?—Lo siento, señor, pero es urgente. Afuera está la señora Margaret y quiere...
El nombre de Margaret pareció incomodarlo, pero enseguida levantó la mano con desdén, interrumpiéndolo.
—Encárgate tú de eso. Ya sabes lo que te pedí desde el principio.Carlos, nervioso, dejó la carpeta sobre el escritorio y salió al pasillo. Intuyó por la actitud impaciente del jefe al oír el nombre de Margaret que Lucien probablemente ya sabía la noticia de su renuncia. Margaret lo esperaba con la frente en alto.
—¿Sí, Carlos?
—Su renuncia fue aprobada. —soltó de repente. —Puede pasar a Recursos Humanos para tramitar la liquidación.
Margaret asintió. El asistente bajó la mirada, hizo una leve reverencia y se marchó.
Por dentro, Margaret se sentía quebrada. Cada paso por esos pasillos le recordaba lo que estaba perdiendo. Todo lo que había construido en dos años se desmoronaba. Sin embargo, se repetía que aún le quedaba algo: volver a su hogar. Allí estaba su madre, y aunque la recibiera con reproches o con lágrimas, al menos sería un lugar al cual pertenecer.
Antes de partir, tomó una decisión. Necesitaba despedirse de Shaira, su mejor amiga. Todavía le quedaban unos días en la ciudad, y no podía irse sin decirle adiós. Shaira era lo único real que conservaba en medio de ese mundo falso que se había derrumbado.
Con la dignidad y el corazón hechos trizas, Margaret se alejó de la empresa que había sido escenario de su amor y su condena.