Él no pensó en nada, y sus brazos abandonaron a Lorain.
Lucien avanzó a grandes zancadas; la furia y el dolor se le pegaban a la cara como una máscara.
Margaret lo miró un instante, y confundida dudó de su propia percepción: aquel hombre tenía la vida que había querido, poder, respeto, la mujer que amaba… ¿Cómo era posible que su expresión mostrara tanto sufrimiento? Pero sus ojos no mentían; eran dos llamas que consumían el poco espacio que quedaba entre ellos.
Sin mediar saludo, él dejó caer la acusación como si fuera una sentencia.
—¿Todavía tienes el valor de aparecerte frente a mí? —dijo con la voz rota y cortante—. Aborataste a un hijo mió, y ahora te atreves a volver, a aparecer frente a mí como si nada. Eres una descarada Margaret.
La frase quedó suspendida en el aire. Margaret no parpadeó. La calma que había construido durante semanas se mantuvo sólida, aunque por dentro algo se resquebrajaba.
Respondió con frialdad medida, sin permitir que la voz temblara:
—Estoy aquí por