[ALYA]
El amanecer siguiente no trae calma. Trae realidad. El penthouse huele a café recién hecho y a algo más: a cambio. A esa mezcla de incertidumbre y sosiego que acompaña las nuevas rutinas, los nuevos comienzos.
Es mi segundo amanecer aquí. Aún me cuesta asimilarlo. La primera noche la pasamos hablando hasta tarde, como si intentáramos recuperar los años perdidos a través de cada palabra, cada silencio, cada roce. Y el primer día… el primer día fue una mezcla de extrañeza y armonía.
Despertar junto a él, sin pensar en el pasado ni en el peso de nuestros apellidos, fue casi irreal. Compartimos el desayuno sin prisa —yo, todavía con su camisa puesta; él, descalzo, leyendo los titulares del día y fingiendo no mirarme cada vez que me levantaba a servir más café—.
El almuerzo lo improvisamos entre risas y torpeza: él insistió en cocinar, y terminó chamuscando las tostadas; yo, riendo como hacía tiempo no lo hacía, manchándole la nariz con harina. Fue extraño y hermoso a la vez. El tip