Eva y Alejandro tomaron todas las pruebas de embarazo, comprobaron el resultado, inequívocamente, estaban embarazados. Esto era algo que definitivamente no tenían planeado, pero cómo podrían no estarlo, si habían llevado su vida sexual, como si no fuese a suceder nada.
Eva no era experta en la parte sexual y, al conocerla, no midió consecuencias. Era una mujer, sí, pero no había tomado sus precauciones, aunque lo primero que pasó por su mente, fueron las palabras de Maximiliano Mendoza.
“No, querida, Alejandro es un algodón de azúcar, yo sí tengo carácter y sé cómo manejar mi vida, no dejo que una maldita escuincla dicte mi vida… Pero si mi hijo no sabe cómo hacer las cosas, yo sí lo sé, así que más te vale que cumplas con tus funciones de esposa y pronto me den un nieto o, de lo contrario, aunque tu padre salga de la cárcel, yo mismo lo puedo refundir a él y a tu maldito hermano y créeme, no estoy jugando”.
¿Por qué ese momento que podía ser perfecto se arruinaba con la sombra de ese