El Pabellón de Invierno olía a jazmín seco y recuerdos. Ragnar, ahora con el manto de emperador colgando de sus hombros como una losa, entró sin hacer ruido. Las doncellas habían dejado todo igual: el espejo de jade con sus constelaciones bordadas, los cojines de seda azul donde Aisha solía recostarse a leer pergaminos, el brasero frío que alguna vez calentó sus noches de conversaciones susurradas.
Era una noche de eclipse. El mismo cielo rojo y herido de años atrás, pero ahora sin gritos de batalla. Solo el silbido del viento entre los biombos, imitando el sonido de una canción que solo él recordaba.
Ragnar se dejó caer junto a la cama vacía, sus manos temblorosas acariciando la almohada que aún guardaba el hundimiento de su cabeza. El orbe azul, ahora una cicatriz brillante en su pecho, pulsó débilmente.
— Prometí no llorar — murmuró contra la seda fría — pero sin ti… cada día es una batalla que no quiero ganar.
La luna eclipsada filtró un haz de luz por la ventana, pintando el suel