El Salón del Dragón Negro
El aire en el salón era denso, una mezcla de incienso de sándalo y el dulce-acre del vino de ciruela que se estancaba entre las columnas lacadas en rojo oscuro. Las llamas de las lámparas de aceite danzaban sobre los murales de dragones, proyectando sombras que se retorcían como serpientes. En el sitial central, el Emperador observaba con fingido desinterés, los dedos entrelazados sobre su túnica dorada, donde las serpientes bordadas parecían devorarse unas a otras.
Ragnar, reclinado sobre cojines de seda negra, hacía girar su copa de jade, el líquido ámbar atrapando la luz como si fuera una joya líquida. Su sonrisa era un filo envainado en miel.
— General Dain, ¿no bebes con nosotros? — preguntó, arrastrando las palabras como un gato jugando con su presa — O es que prefieres el sabor de... otras cosas.
Dain permanecía erguido junto a la pilastra más cercana, su silueta tallada en granito, contrastando con la opulencia del salón. El acero de su espada reflejaba el fulgor dorado de las lámparas, pero sus ojos, fríos como el hielo del norte; no se apartaban del príncipe.
— Mi deber es mantenerme alerta, Alteza.
Ragnar dejó escapar una risa baja, deliberada.
— Ah, claro. Como cuando 'vigilaste' a mi sanadora durante el viaje — inclinó la cabeza, dejando que la insinuación se enredara en el aire como el humo del incienso — qué... dedicación.
El Emperador tomó un sorbo de su licor antes de intervenir, pero sus ojos, astutos como los de un halcón; no perdían detalle.
— Octavo Hijo, hablas como si el general tuviera algún interés particular en esa mujer.
Ragnar jugueteó con el borde de su copa, la luz acariciando sus uñas pulidas.
— ¿Interés? No, Padre. Solo admiración por su... habilidad para calmar el dolor — su mirada dorada se clavó en el general Dain, desnudando capas de significado — aunque, claro, algunos dolores son más... personales que otros.
Dain no se inmutó, pero sus nudillos palidecieron alrededor del pomo de su espada. Una gota de licor se deslizó por el filo de la hoja, como sangre en un ritual no dicho.
El Emperador alzó una mano, cortando el aire como un mandato divino.
— Dices que la Nyrithar te ha calmado. Más de lo habitual, incluso — una pausa calculada, suficiente para que todos sintieran el peso de lo no dicho — ¿Planeas tomarla como concubina? Después de todo, para eso fue enviada.
Ragnar suspiró, teatral, pero sus ojos brillaban con algo más oscuro que la diversión.
— ¿Y privar a la corte de sus talentos? Sería egoísta — deslizó un dedo por el borde de la copa, dejando un rastro húmedo — Pero si insistes, Padre, podría considerarlo... después de asegurarme de que nadie más interfiera.
Dain rompió su silencio como un glaciar resquebrajándose:
— Ella no es un trofeo.
El salón se heló. Hasta las sombras parecieron contener el aliento.
Ragnar se inclinó hacia adelante, la sonrisa desvaneciéndose para revelar el colmillo bajo la piel.
— General, casi suena como si la reclamaras.
La voz de Dain fue un vendaval contenido:
— Solo recuerdo que, sin ella, ni usted ni yo estaríamos aquí.
El Emperador alzó la mano. No hubo necesidad de palabras. Su mirada, fría como el acero al amanecer; se posó en Ragnar.
— Basta. Sea sanadora o concubina, asegúrate de que no se convierta en un problema.
Ragnar sonrió, pero era la sonrisa de un depredador que ya ha elegido su presa.
— Oh, no lo será... siempre y cuando todos recuerden a quién pertenece.
El general Dain no respondió. Pero en el reflejo de su espada, entre las sombras de los dragones pintados, una promesa de guerra ardía en silencio.
El Emperador se levantó con la lentitud de un dragón que despierta, su túnica dorada arrastrándose sobre los escalones como piel mudada. Las lámparas parpadearon cuando pasó junto a Dain, pero no lo miró. Solo pronunció una orden en voz baja, dirigida a nadie y a todos:
— Que preparen mi carruaje. Y que la sanadora sea llevada al palacio del Octavo Hijo antes del amanecer.
Ragnar inclinó la cabeza en un gesto que fingía obediencia, pero sus dedos seguían acariciando el filo de su copa de jade, como si ya estuviera planeando cómo romperla.
Unas horas después el carruaje imperial esperaba frente a la residencia de Aisha, sus cortinas de seda bordadas con dragones azules ondeando con la brisa matutina. Las damas Lián y Mei susurraban entre sí mientras subían, ajustando los pliegues de sus vestidos para no arrugarlos, pero ella no se movió. No era miedo lo que la paralizaba, sino el peso de una decisión no dicha: sabía que Ragnar no quería una sanadora, sino un escudo contra su propia bestia, respiro hondo mientras observaba el cielo que parecía desgarrado entre el negro y el carmesí, y las montañas al este parecían cortadas en papel de arroz.
— Es... enorme — murmuró, tocando la ventanilla con dedos temblorosos. Los campos de té se extendían como un manto esmeralda, salpicados por las luces de las aldeas que aún dormían. Lián le apretó la mano con complicidad:
— Espere hasta ver los jardines del príncipe. Dicen que trajo ciruelos de las montañas prohibidas.
Aisha sonrió, pero fue una sonrisa de dientes apretados. ¿Jardines o jaulas? pensó. Había oído los rumores: las concubinas anteriores desaparecían en las noches de luna llena, y los sirvientes limpiaban alfombras manchadas de carmesí al amanecer… sonrió, ignorando el nudo en su estómago. «Quizás este lugar podría ser un hogar», pensó, pero en su corazón, una voz susurraba: "O tu tumba" mientras las ruedas empezaban a girar.
Los ciruelos en flor eran una blasfemia de belleza en aquel lugar de sombras. Aisha sintió el roce de un pétalo en su nuca, como el aliento de un depredador; antes de verlo.
El general Dain emergió de detrás de un tronco retorcido, su armadura negra devorando la claridad del amanecer. Las flores parecieron marchitarse a su alrededor, como si hasta el viento temiera interponerse en su camino.
— No deberías estar aquí — murmuró él, voz áspera como corteza quemada — Este palacio está lleno de sombras que no distinguen entre sanadoras y presas.
Ella abrió los ojos, sorprendida no por su presencia, sino por el fuego oculto en sus pupilas.
— ¿Y tú, General? ¿Eres una de esas sombras? — su propia voz sonó más firme de lo que esperaba,
Dain cerró los ojos un instante. Un pétalo se posó sobre su hombrera, y él lo dejó ahí, como si fuera una mancha de sangre que no podía limpiar.
— No todas las sombras quieren devorarte, Aisha… pero algunas no tienen elección.
El viento llevó sus palabras justo cuando la voz de Ragnar atravesó los biombos de laca:
— ¡Sanadora! Mi cabeza arde… y mi paciencia también — no necesitaba verla para notar su presencia.
El general, por instinto, había desenvainado su espada solo un centímetro, lo suficiente para que el sol jugara con el filo — Ve — murmuró — pero recuerda que los lobos más fieros también pueden convertirse en presas.
Retrocedió hacia los árboles, pero no sin antes clavarle una mirada que le arrancó el aliento: era advertencia y contradicción, un hombre partido entre el deber y algo tan frágil como los pétalos a sus pies.
Aisha sintió el frío repentino cuando su sombra se desvaneció. Al entrar, el olor a incienso y hierbas amargas la envolvió, un olor que le recordaba un funeral; en su mente seguía la imagen del general: un guerrero que parecía querer decir "huye" mientras sus propias manos la empujaban hacia la guarida del lobo.
Y cuando Ragnar le tomó la mano con uñas que ya no eran del todo humanas, supo que el verdadero ritual apenas comenzaba.