El aire en las criptas sagradas era denso, cargado de vapores sulfúricos que quemaban la garganta. Ragnar yacía sumergido hasta los hombros en las aguas termales, sus brazos encadenados a los bordes de piedra tallada con runas de supresión. El agua, antes cristalina, estaba teñida de rojo oscuro por la sangre que aún brotaba de las marcas de hierro candente en su espalda.
El Sumo Sacerdote, un hombre esquelético vestido con túnicas negras bordadas en oro, recitaba cánticos en una lengua muerta mientras esparcía cenizas sobre la superficie del agua. Cada palabra hacía que las cadenas de Ragnar brillaran con un fulgor siniestro, apretándose un poco más contra su piel ya magullada.
— El último día exige silencio absoluto — rugió el sacerdote, clavando su bastón en el suelo — ni agua, ni alimento, ni contacto profano.
Ragnar no respondió. Tenía los ojos cerrados, la mandíbula tan tensa que parecía tallada en mármol. En su mente, solo una imagen se aferraba: Aisha, riendo bajo la lluvia en