La celda estaba en silencio, el único sonido era el ruido metálico de las botas en el pasillo.
Marla seguía de pie, manteniendo las uñas clavadas en las palmas, con los ojos inyectados de rabia y desesperación. No había dormido en toda la noche. No podía conciliar el sueño. No después de escuchar al abogado del estado decirle que pasaría al menos quince años en prisión.
Quince años.
No había nadie para ayudarla. No había una fianza que pudiera pagar. Y nadie que quisiera verla. Solo la esperanza de que Celeste hiciera lo posible por sacarla de ese maldito y repugnante sitio antes de que perdiera la cordura, o mejor dicho, antes de que abriera la boca.
El chirrido de los barrotes abriéndose rompió el silencio.
Marla alzó la cabeza. Una oficial de cabello oscuro y expresión imperturbable la observaba desde la entrada.
—Marla Kensington —dijo con voz baja—. Ven conmigo.
Ella frunció el ceño, con el corazón desbocado.
—¿Qué es lo que van a hacerme? —preguntó rehusándose a obedecerla. Pero