Kerem apretó con fuerza el brazo de su madre mientras la guiaba fuera de la habitación de la servidumbre. Su rostro estaba tenso, sus labios eran una línea dura. Celeste se resistía, aunque no con suficiente fuerza como para soltarse.
—Suéltame, Kerem. Estás haciendo una escena delante de los empleados —espetó entre dientes, indignada.
—Tú fuiste quien comenzó este malditø teatro, madre —murmuró con voz baja, pero helada, mientras caminaban por el pasillo —obligando a su madre a guiarlo— Su tono no admitía réplica.
La llevó directo hasta el despacho, abrió la puerta y la empujó adentro. Luego la cerró tras ellos con un golpe seco que sacudió el marco. Celeste se giró, altiva, con los ojos llameando.
—¿Qué te pasa? ¿Estás perdiendo la cabeza por esa mocosa? —masculló enfurecida.
—¡Cállate! —bramó Kerem, apuntando hacia ella con un dedo firme—. ¡Cállate antes de que diga algo que no puedas perdonarme jamás!
El despacho se volvió una cámara de presión. El aire era espeso, carg