—¡¿Qué demonios te pasa, estúpida?! —el grito de Celeste Lancaster retumbó entre las paredes angostas del cuarto luego de ese pequeño silencio.
Lena la miró desde abajo con la mejilla marcada, los labios entreabiertos por la angustia y el ardor.
Una parte de ella quería defenderse, devolverle el golpe. Pero otra estaba congelada por el miedo, ese que creció en ella con cada segundo que pasó en el instituto, dónde los golpes y los insultos parecían ser su pan de cada día.
Antes de que pudiera incorporarse, Branwen intervino.
—Por favor, señora Lancaster —dijo con voz firme, colocándose frente a Lena, como un escudo—. Fue suficiente.
Celeste giró el rostro hacia ella, los ojos convertidos en brasas encendidas.
—¿Suficiente? ¿Eso decides tú ahora? ¿Acaso no ves lo que pretendía? —refutó la mujer contra la ama de llaves.
Señaló las bolsas apiladas, con prendas elegantes, telas finas y costosas. Cada una testigo de aquella salida que nunca debió ocurrir.
—¿Crees que no entiendo? ¡C