Una carta en braille
Kerem se encontraba de pie junto a la ventana de su habitación. La tela gruesa de la cortina estaba corrida hacia un lado y el aire fresco de Zúrich entraba sin impedimentos, llevando consigo el olor penetrante del pasto recién cortado. Aquel jardín, del que tanto le habían hablado al instalarlo en esa casa, no tenía comparación alguna con los de la mansión Lancaster. Era simple, casi frío. Solo una extensión de césped liso, cuidado con precisión, y un árbol frondoso que se alzaba en un costado. Minimalista, así lo habían descrito. Sin embargo, a Kerem nada de eso le despertaba interés.

Él no tenía un recuerdo real, nítido, de los jardines de su propia casa. Nunca le habían importado. Las plantas y las flores eran para él un adorno innecesario, un lujo que pasaba desapercibido entre tantos otros que lo rodeaban.

Irónicamente, lo que menos atención había merecido de su parte, antes y después de su ceguera era justamente aquello: la vida que se extendía en los rosales, en las enredader
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