Cuando llegó a su habitación, Kerem cerró la puerta tras de sí con un chasquido seco. La habitación, amplia y silenciosa, lo recibió con la misma familiaridad gélida de cada noche. No encendió la lámpara. Permaneció a oscuras de la misma forma que permanecía su vista cada día. El camino hasta el perchero, la cómoda y la cama era parte de su memoria muscular. Lo conocía como se conoce una cicatriz.
Se desabotonó la camisa con movimientos lentos, dejando al descubierto el torso firme, marcado por los años de disciplina y dureza. Luego se quitó el pantalón de vestir y lo dobló con precisión antes de dejarlo sobre el respaldo de una silla. Se colocó una camiseta de algodón gris, el tejido áspero rozó su piel, seguido de un pantalón de pijama oscuro. La ropa sencilla con la que dormía en ocasiones.
Se dirigía hacia la cama cuando la puerta se abrió con un golpecito suave. Era Branwen.
—¿Desea cenar, señor Lancaster?
Él negó con un leve movimiento de cabeza, manteniendo la mandíbula