Las siguientes semanas fueron un abismo lento para Lena.
No un vacío ruidoso, sino un silencio que pesaba más que cualquier palabra.
Cada mañana se levantaba con el mismo pensamiento: subir a un avión, volar hasta Suiza, abrir la puerta del hospital donde Kerem debía estar y asegurarse de que respiraba bien, de que no estaba solo, de que no se arrepentía. Pero luego venía la otra voz, la fría, la que repetía con exactitud las palabras de Oliver: no puedes ir, Lena. Él lo decidió así. Nadie debe distraerlo. Los resultados tomarán tiempo. No sabremos nada hasta que el proceso avance.
Y entonces tenía que tragarse esas ganas de correr, de ignorar todas las razones, de dejarlo todo por estar junto a él.
Sus días se fueron llenando de rutinas que apenas la sostenían. El viñedo estaba en calma después de esos tormentosos meses, y ella encontraba refugio en el jardín, en los rosales que había empezado a cuidar desde que llegó a la mansión. Era un trabajo sencillo, casi mecánico: podar las