Celeste no había vuelto a buscar a Kerem. Desde aquella última vez que lo vio, cuando su hijo le prohibió volver a pisar su mansión y su mundo se había ido cerrando en sombras. Se dijo a sí misma que nunca más volvería a aparecer en la mansión ni en los viñedos. Prefería no ver jamás a su hijo, que pedirle perdón a Lena. La sola idea de rebajarse ante esa huérfana le causaba náuseas. Y ahora, nadie le había contado que él ya no estaba ahí. Que había tomado la decisión más importante, esa que durante mucho tiempo se negó a considerar.
Celeste no tenía noticias de su hijo. No lo buscaba porque estaba convencida de que él no quería saber nada de ella. Esa herida era grande y profunda, un rechazo que se había hecho una nueva costumbre en su vida. Por eso, cuando los rumores comenzaron a llegar, no fue Kerem lo que ocupó su mente, sino Marla.
El nombre de la mujer la perseguía como una espina enterrada. Celeste había pagado para que la eliminaran, había confiado en que la noticia de su mu