Kerem cerró la puerta de madera con un golpe firme, que resonó en las paredes del almacén impregnadas del aroma de los toneles de vino. El aire ahí dentro era distinto, más cargado, más íntimo. El murmullo de la celebración quedó lejos, apagado como si el mundo entero hubiera decidido no importarle más. Solo estaban ellos, Lena en sus brazos, y la tensión que los había estado consumiendo desde que ella puso sus pies delicados sobre las uvas.
Con pasos seguros, aunque privados de la vista, Kerem se guio por la memoria del lugar hasta el mueble que sabía estaba contra la pared, un soporte de madera a la altura de su cintura. La deslizó con cuidado y la sentó ahí arriba, sintiéndola acomodarse, oyendo el leve jadeo que escapó de su boca al quedar atrapada entre sus brazos y la superficie áspera del mueble.
Sus labios cayeron sobre los de ella con una urgencia deliberada. La devoró, sin tregua, besándola como si su vida se redujera a ese instante, como si lo necesitara más que al aire. Len