Lena abrió los ojos lentamente, desorientada por un instante. La claridad que se filtraba por las cortinas la obligó a parpadear varias veces hasta acostumbrarse a la luz tenue de la mañana. El calor a su lado la hizo girar la cabeza, y ahí estaba él: Kerem, con el torso descubierto, respirando de forma acompasada, como si el mundo entero no pudiera alterar la calma de su sueño.
Por primera vez desde que lo conocía, lo veía así de quieto, sin el peso de sus palabras firmes ni de esa presencia que imponía. Dormía con la mandíbula relajada, los labios entreabiertos apenas, y el cabello oscuro cayéndole hacia un lado. Lena no pudo evitar recorrer con los ojos cada línea de su rostro, la curva de sus hombros, la dureza de su pecho. Sentía que si se movía demasiado rápido, rompería un equilibrio frágil, como si estuviera invadiendo un terreno secreto.
No sabía cuánto tiempo llevaba contemplándolo, pero la atracción que le despertaba era tan fuerte que terminó por olvidarse del resto. Sus p