Capítulo 4
No supe cuánto tiempo pasó, cuando Ethan, como presintiendo algo, llamó a la puerta del baño.

—Cheryl, ¿qué te pasa? ¿Por qué no sales?

Pero yo no respondí. Un segundo después, sentí cómo abría la puerta con impaciencia. Sus ojos se clavaron en los míos, los cuales estaban hinchados por el llanto.

Esquivé su mirada en silencio y él soltó un suspiro cargado de frustración, antes de decir:

—No te pongas así, cariño... es solo un juguete, ¿sí? Mañana mismo lo compro, te lo prometo. Deja de ponerme esa cara que no soporto, ¿sí?

No. Aquello ya no era solo un juguete. Pero no dije nada.

La cena transcurrió en un silencio espeso, incómodo como una niebla venenosa.

Ethan miró mi rostro impasible, luego a Teo, cabizbajo.

Tras dudar, puso un trozo de pollo asado en el plato del niño.

En ese instante, los ojos de Teo se iluminaron. Una sonrisa frágil, sorprendida por el gesto, floreció en su rostro.

Un nudo doloroso me cerró la garganta. Para un niño jamás amado... hasta la migaja más pequeña sabía a milagro.

El acto le dio un hilo de valor. Alzó la vista, mirando a Ethan con timidez y dijo:

—Papá... mañana es el Día del Padre. Hay un concurso de regalos hechos a mano... —su voz era un hilo—. Los papás votan por su favorito... ¿vendrás?

Ethan se quedó quieto. No por la pregunta, sino por la mirada de su hijo. Recordaba a un Teo risueño y audaz, pero ahora parecía un cervatillo a punto de huir.

Algo se removió en su interior, y, conteniendo emociones complejas, le dio una palmada suave en el hombro, diciendo:

—Claro que iré.

Teo estalló de alegría. Me arrastró a comprar los materiales.

Cuando fui a pagar, sacó orgulloso sus monedas —años ahorrando por encargos y recados— y las gastó sin dudar.

Esa noche, durante tres horas, construyó una casita de cartón, dentro de la cual colocó tres figuritas tomadas de la mano.

Se durmió abrazándola, con una sonrisa dulce en los labios. Era barata, sí... pero, al menos, tendría el voto de su padre.

A la tarde siguiente, esperamos temprano en la puerta de la escuela.

Teo, erguido y orgulloso, apretaba su casita contra el pecho.

Los padres llegaron con sus hijos... pero Ethan no aparecía.

La ansiedad se dibujó en el rostro de mi niño, mientras yo, con la espalda empapada en sudor frío, rogaba que no fallara.

Pasó media hora, lo llamé una y otra vez, pero no contestaba y yo no podía quedarme sentada de brazos cruzados, por lo que dejé a Teo en la escuela y corrí hacia la sede central de la manada, concretamente al despacho de los alfas.

Era hora punta, así que me colé entre la multitud.

Sin saber el piso, subí escaleras hasta empaparme de sudor. Su rastro me guio al último nivel.

Pero el alivio murió al instante:

Tras el muro de cristal, Ethan y Mira festejaban a un niño sonriente en lo que parecía una fiesta de cumpleaños.

El pequeño tenía la edad de Teo. Piel nívea y ojos brillantes de felicidad mimada. Un sol sin nubes.

Ethan le acariciaba el pelo con gesto paternal.

Ambos tenían seis años... pero mientras uno soplaba velas, el otro esperaba en la intemperie.

El dolor me paralizó, me sentí como una intrusa en un mundo que no me pertenecía.

Intenté gritar su nombre con todas mis fuerzas... pero, antes de que pudiera siquiera intentarlo, una mano me tapó la boca y un guardia comenzó a arrastrarme hacia la salida.

En ese instante, Mira volvió la cabeza y me sonrió, antes de que sus labios articularan:

«Mujer de sangre baja... no mereces estar aquí.»

Forcejeé, intenté conectar por el enlace de compañera..., pero una brutal bofetada me dejó sin sentido y la conexión se esfumó.

Me arrojaron como un trapo sucio a las escaleras de mármol.

Las rodillas ardían... pero ya no distinguía el dolor físico del del alma.

Como pude, me arrastré hacia la entrada, gritando con voz rota:

—¡Soy la compañera de Ethan! ¡Déjenme entrar!

Pero dos guardias me empujaron al suelo con desdén.

—¿Estás demente? El alfa jamás reconoció a una luna. Solo tiene a su amiga de la infancia. ¿Una mendiga como tú, siendo luna? ¡Estás loca!

«¿Luna?» Reí entre lágrimas.

El título que corona a la compañera de un alfa... el pináculo del poder en la manada.

Quizá mi sangre sí era tan indigna como dicen... Siete años a su lado, un hijo... y, aun así, ¿no era digna de ser su luna? ¡Qué broma más cruel!

No recuerdo cómo me fui. Solo sabía que Teo esperaba.

Su padre elegía a otro niño... y yo no podía fallarle.

Cuando llegué a la guardería, jadeando, la escena me destrozó el corazón:

Teo, abrazaba su casita de cartón, perdido y solo en medio de la multitud, mientras un niño señalaba sus zapatos, riendo burlón:

—¡Mira, mamá! ¡El hijo del omega sin lobo! ¡Qué zapatos más ridículos!

Teo encogió los dedos, y, al ver los agujeros en la tela, quise abofetearme.

Lo abracé con fuerza. Solo yo había vuelto... y él lo aceptó al instante.

Su rostro era un paisaje vacío y aterradoramente maduro para sus apenas seis años.

Miró fijamente la casita... y arrancó la figurita del padre, antes de mostrarme una sonrisa desgarradora.

—Mamá... así también se puede concursar.

No hizo falta decir más, ambos lo entendimos.

En el concurso, cada padre votó por su hijo. Teo obtuvo cero votos.

Tras el concurso, hice solo tres cosas:

Primero, retiré a Teo de la escuela y cortamos el último vínculo con la manada. Luego presenté ante el Consejo de Ancianos la solicitud urgente y pagada para romper el vínculo de apareamiento, antes de hacer las maletas.

Una vez todo estuvo listo, subí a Teo a un tren con el destino más alejado posible.

Sin despedidas. Sin mirar atrás.

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