Elio rugió. No fue un sonido de triunfo, sino de pura y frustrada furia. La presa, la que tenía acorralada, la que estaba a punto de quebrar, se le había vuelto a escapar de las manos, sacrificándose de una forma que su lógica de poder no podía procesar. ¿Honor? ¿Lealtad de manada? Eran debilidades. Conceptos de un mundo moribundo que los Maris se negaban a dejar atrás. Y esa debilidad, una vez más, lo había descolocado.

—¡Cobarde! —bramó a la oscuridad de la grieta donde Selene había desaparecido—. ¿Te escondés como una rata en lugar de enfrentarme?

—No me estoy escondiendo, Elio —respondió la voz de Selene, un eco que parecía venir de las propias paredes de piedra—. Te estoy llevando a mi terreno.

La grieta era un pasadizo estrecho y asfixiante, apenas lo suficientemente ancho para su cuerpo. Se deslizó por él, la roca fría y húmeda arañándole la piel. Esto no era parte del plan original. Era improvisación pura. Una apuesta desesperada. Pero en el momento en que vio a Maia correr ha