La noche cayó sobre la cabaña como un juez implacable. Afuera, el viento aullaba entre los pinos, un lamento que parecía burlarse de la quietud forzada que reinaba en el interior. Mar seguía sentada en la misma silla de madera, una estatua de miseria. Habían pasado horas. El hambre le retorcía las entrañas y la sed le resecaba la garganta, pero el miedo a Selene era un carcelero mucho más eficaz que cualquier cadena. No se había movido ni un centímetro. Sus ojos, fijos en un punto invisible del suelo, reflejaban el fuego de la chimenea y el vacío de su propia alma.
Selene la ignoraba con una maestría cruel. Se movía por la sala, preparando una cena frugal para ella y Florencio: más latas, pan seco. Cada gesto era deliberado, diseñado para torturar a Mar con la normalidad que ella había perdido. El sonido de una lata abriéndose, el olor del guiso calentán