098. La Batalla Real
La vieja Usina Eléctrica del Puerto era un dragón de hierro dormido, un gigante de otra era que se negaba a morir del todo. Sus chimeneas de ladrillo, decapitadas por el tiempo, se alzaban contra el cielo nocturno como dedos acusadores. Sus galpones de chapa y hormigón, carcomidos por el salitre hasta los huesos, guardaban un silencio que era más denso que el de cualquier bosque. El aire acá no olía a vida. Olía a óxido, a aceite rancio, a los millones de litros de pescado que habían pasado por el puerto durante un siglo, y a los fantasmas de un tipo de trabajo que ya no existía. Era un laberinto perfecto de sombras y acero. El escenario ideal para una matanza.
Florencio y Selene llegaron antes que nadie. Dejaron la camioneta oculta a más de un kilómetro, en un callejón olvidado de un barrio del puerto, y caminaron el último tramo, moviéndose como dos espectros en la oscuridad industrial. Entraron por un boquete en una de las paredes perimetrales del complejo, un desgarro en el hormig