Selene vio que Mar no estaba sola.
De pie, en un rincón oscuro, como una estatua de pesadilla, había un luisón. Era uno de la jauría de Elio, lo supo al instante por el olor a obediencia ciega y a sangre rancia. Era enorme, de pelaje enmarañado, y respiraba con un jadeo bajo y constante. No era un guardián. Era un perro de presa con la correa suelta. Era la prueba viviente de que la trampa era real.
Selene sintió la sangre hervir. Mar, su amiga, su hermana, había pasado de ser una voyeur a ser la dueña del circo, con su propia bestia en una jaula. Vio a Mar sacar un pequeño espejo de su bolso y retocarse el labial. La banalidad del gesto, en medio de esa tensión mortal, era grotesca.
—¿Por qué no viene? —dijo, hablando sola, o quizás hablándole a la bestia en el rincón, su voz con un deje de impaciencia infantil—. Tenía que haber venido ya. Le dije que tenía a Elio. Le dije que le daría la verdad…
El monstruo no la miró. Sus ojos ambarinos estaban fijos en el techo, directamente ha