087.
El claro del bosque se iluminaba con un resplandor que no venía del cielo. No era la luna.
Era Mar.
Desnuda. De pie sobre una piedra alta. Con el cabello suelto, cubierto de gotas saladas. El cuerpo bañado en agua y ceniza. Los ojos cerrados.
Debajo, Cata.
De rodillas.
Apenas cubierta por una tela semitransparente que dejaba ver los huesos tensos de sus caderas. El cuerpo más delgado que hace días. Pero más firme. Más felino. Más inquietante.
Habían caminado en silencio desde la casa hasta el claro.
Ni una palabra.
Solo respiraciones. El crujido de las ramas. Y el mar sonando a lo lejos, como un testigo paciente.
Mar alzó los brazos. En una de sus manos, un cuenco de barro. En la otra, un trozo de carne cruda.
—Hoy —dijo— no le rezamos a la luna. Le ofrecemos carne. Tu carne. Mi deseo.
Cata tragó saliva. Las manos atadas con una cuerda de sargazo. No podía soltarse. Tampoco quería.
Mar bajó de la piedra. Caminó hacia ella.
Los pies descalzos apenas tocaban el suelo. Como si flotara so