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077. La Quietud de la Madriguera
El alba no llegó a la cueva. El tiempo adentro del refugio se medía de otra forma. La única luz era una franja grisácea y pálida que se colaba por el ventanuco alto y estrecho, una luz que parecía tener miedo de entrar del todo. El aire era frío y olía a piedra húmeda, a tierra y a la memoria de inviernos olvidados. Era el olor de una tumba. O de una matriz.

Florencio se había quedado dormido casi al instante, un sueño pesado, sin sueños, el de un soldado cuyo cuerpo finalmente reclama su deuda de agotamiento. Estaba tirado en el suelo de piedra, usando su maletín como almohada, el fusil aún abrazado a su pecho como si fuera un amante. Su rostro, en la penumbra, había perdido la máscara de dureza del Gobernador; parecía más joven, las líneas de tensión alrededor de sus ojos suavizadas por el sueño.

Selene no dormía. No podía. Estaba demasiado alerta, su cuerpo aún vibrando con el eco de la batalla y el viaje. Se había sentado en el rincón más oscuro de la cueva, abrazando sus rodilla
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