El auto se detuvo frente a la fachada discreta del Club. Desde fuera, nadie sospecharía lo que se escondía tras esas paredes oscuras. Para el mundo exterior, era solo un edificio elegante, exclusivo, misterioso. Pero para Dorian, ahora, era el umbral a algo mucho más profundo, su propia oscuridad.
Llevaba días dándole vueltas a lo que había vivido, a los golpes, a la vergüenza, a la voz de Isode susurrándole que el dolor no es castigo. A ese momento en el que, por primera vez, sintió que dejaba de fingir.
Y por eso estaba de vuelta.
Un hombre vestido de negro lo reconoció al instante, sin mediar palabra, asintió y lo condujo a través de los pasillos del club, ignorando los salones donde ya se escuchaban gemidos, órdenes, súplicas. Dorian caminaba con los sentidos encendidos, los nervios alertas. Su cuerpo lo sabía antes que su mente, esta noche sería diferente.
El pasillo se estrechó hasta llegar a una puerta roja, sin manija, sin número. El hombre tocó una campanilla pequeña a un lad