No pensé en ir, me repetí durante todo el día que no iría. Que esta vez mantendría la distancia, que no volvería a caer en ese círculo de placer y humillación que ella tejía tan fácilmente a mi alrededor. Pero cuando cayó la noche, mi cuerpo decidió por mí y ahí estaba otra vez, frente a las puertas del club, con el corazón golpeando como un tambor de guerra.
Al cruzar el pasillo, cada paso parecía empujarme hacia un destino inevitable, no tuve que preguntar por ella. Un camarero me miró y señaló con un gesto casi imperceptible hacia la escalera lateral. Subí, sintiendo cómo cada peldaño me robaba voluntad y me llenaba de anticipación.
La puerta estaba entornada, empujé con cuidado y me encontré con la penumbra. Allí estaba Isolde, de pie, con un vestido ceñido que apenas dejaba espacio para la imaginación. Sus tacones resonaron al avanzar un paso, y ese único sonido bastó para recordarme quién mandaba allí.
—Cierra la puerta —ordenó, sin apartar la vista de mí.
Obedecí.
—Hoy no pensa